Hoy lloré tanto Mario. Ya
ves, iba saltando del uno al dos, y del dos al tres me quedé estancada y me
paré. Lo peor vino después, porque en esa rayuela es la piedrita y no el rayo
del final lo que te deja estaqueado en la mitad del patio, y te quedás mirando
hacia el cielo y luego la ventana, y de la ventana a la puerta, así hasta que
no sabés qué esperas y te pierdes.
Te perdés porque
Rocamadour se muere, la Maga desaparece y no sabés qué fue de ella o si está
muerta (aunque lo mismo se ahogó en aquel río metafísico), y de Babs, Wong,
Etienne y todos los del club no se vuelve a saber nada, lo mismo los envenenó la
serpiente. Porque del lado de acá aparecen Traveler y Talita, que a la vez es también
la Maga aunque Manú la llame Talita. Y perdóname por este acento que no me
pertenece, pero hoy quise ser un poco argentina, o un poco uruguaya, o un poco
metafísica. Oh… Si supieras lo triste que estaba hoy, y también
acongojada y obscura y esférica, la parábola del tonto cuando baja.
Ya sabés Mario, siempre
necesito un poquito de ti y de los otros también, pero sobre todo un poquito de
ti. Y entender que es por alguna barrera que no llegamos a ver pero que está
ahí, que hace que nos volvamos de espaldas y solo cuando uno se gira un poco se
da cuenta que en realidad estábamos tan cerca que asusta. Sí, asusta idiota,
porque después de tanta pena asusta que dos personas sigan teniendo esta
química, o más bien física, porque vos sabés que la gravedad nos hacía débiles y
yo te amé hasta el extremo.
Cosas que dice una,
dirás, y puede que no, pero ya lo dijo Cortázar en su día, paf y se acabó.
“Ambos sabíamos que para
vernos como queríamos era necesario empezar por cerrar los ojos”.
Solo – Ludovico Eunaudi