Allí, fue cuando tuve verdadera percepción de lo inmenso que es el mar. Allí, pasé de ser un palo a ser el mar. Y el mar, a veces ahogaba y a veces te llevaba a las más esplendidas corrientes de agua, pero siempre era ilusorio e insípido. Entonces, llegó Matt. Y después de Matt, llegaron muchos otros. Llegó Alberto y llegó Nico, y después de Nico todo se sentía vacío y carente de sentidos. Apareció Michael, y después de él vino Olmo. Tras meses de engaños, no tuvo otro que llegar sino Alex. Después de Alex vinieron Gim y Antoine. Y cuando todo estaba ya hueco y olía a podrido, apareció B. Él supuso el antes y el después del primer punto A. Lo gracioso de todo esto es que al volver a casa, pasé de nuevo por R. Ya no quedaba nada.
Quedaba nada.
Nada.
Tras R. llegó directamente D. y con él, ya no hay miedo de aislamiento ni de vacío social. Sé que lo veré todas las mañanas haciendo su café en la cocina, o liándose un cigarrillo en el salón mientras esperamos a que se termine de hacer la pizza. Con él hay una rutina que, pese a la ambigüedad que supone, me cambia siempre los días. Y entonces un miércoles puede suponer el equivalente a un viernes, y el viernes convertirse en un martes por mal que nos pese. Y le quiero y le echo de menos a la vez, porque a veces las paredes se hacen tan gruesas que no me dejan escucharlo respirar ni latir. Entonces ambos pasamos las noches en vela. Diciéndonos que así, lo realmente importante se queda tras la escena.
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