Toc, toc.
Algo toca
mi cabeza, pero no sé qué o quién es.
Toc, toc.
Abro la
puerta y apareces tú.
– Pasa,
hace tiempo que te esperaba.
Helena entra
y como si andara por su casa, se desploma sobre el sofá.
– Ponte
cómoda, ¿quieres tomar algo? ¿Un café, un té? –le pregunto con
un deje algo sarcástico, recordando los muchos cafés que solíamos
tomar en bares mucho antes de que todo esto explotara.
– No hace
falta, aunque un cenicero vendría bien.
Torno los
ojos en blanco y voy a por él. Helena ya se está encendiendo un
cigarrillo cuando vuelvo cenicero en mano y tomo asiento frente a ella.
Deja el mechero encima de la mesa, y suelta una bocanada de humo a la
vez que me mira con ojos inquisitivos.
– Bueno,
¿quién empieza? – comento tras varios segundos en silencio.
– No sé,
dímelo tú, eres quien me ha llamado –una sonrisa sarcástica
ilumina su rostro.
Quise
replicarla, pero sus muecas y sus palabras no hacían más que
incrementar mi sentimiento de incomodidad. Trato de recordar en qué
momento había tratado de ponerme en contacto con ella, pero no
recuerdo ningún mensaje, llamada o correo. Ahora soy yo quien la
mira con aire interrogativo.
– Ambas llevamos años posponiendo esta
conversación. –dijo tras llevarse el cigarrillo a los labios–.
Cuanto antes sueltes todo, mejor. Las dos sabemos que F. ha sido la
excusa de que hayas querido enfrentarme al fin.
De repente
todo cobra sentido. Su figura se desdibujaba a ratos, mostrando
líneas o planos allí donde debería haber piel y carne.
– Tú no
eres real –consigo pronunciar al fin.
– Claro
que soy real –Helena da una estrepitosa carcajada–. Ese es el
problema, que soy tan real como tú, con tus mismos sentimientos,
miedos y desgracias, y eso es lo que te molesta de mí. Que soy real
y encima no te tengo miedo. ¿Cuándo piensas reconocer que de las
dos, es a ti a quien le molesta mi presencia?
Refunfuño
palabras indescriptibles incluso para mí misma, y me dispongo a
copiarla y encenderme otro cigarro, porque preveo que la conversación
va a dar de sí.
– Te equivocas –digo al fin tras inspirar una larga calada–. El
problema aquí es que siempre has sido la parte que más odio de mí: El vacío, los ligues baratos de tres al cuarto, el no encajar en
ningún lado, la soledad de un cuerpo acostumbrado a
la herida en definitiva, como diría Sastre, aunque por supuesto que no
sabrás quién es. No me mires con esos ojos, a estas alturas ya
deberías reconocer que eres una completa ignorante. Piensas que
sabes mucho de la vida y lo cierto es que no, que por haberte ido
durante una temporada a una isla para saber lo que es ganarse la vida
no aprendes nada, ni siquiera el idioma. No, no me vengas con cuentos, Caperucita, el
mallorquín no es un idioma al igual que tampoco lo es el inglés a
día de hoy. ¿Y qué me
dices de las amistades? “Helena se junta con todo el mundo, pero no
es amiga de nadie. Ella se cree que sí, pero no.” Dicho y afirmado
por alguien que consideras amigo. ¿Te crees que no lo sé? Por
supuesto que sé que esa frase también se traslada a mí al momento
de pronunciarla en alto ipso facto. Es lo que tiene cargar con un
doppelgänger vivito y coleando, que o bien pasas de él o bien lo
acabas odiando. Y encima tienes la desfachatez de circular alrededor
de mí cual satélite, bien podrías haberte ido más lejos, o
quedarte allí durante más tiempo, pero no, tú no. Tú tenías que
volver para quedarte. Quedarte y encima acercarte a mis seres queridos
y hacerlos tuyos, algo así como yo hice contigo, ¿no? Tenías que
devolvérmela, hacerme sentir lo que tú sentiste cuando me follé a
tu ex, arrebatarme a amigos cercanos de los que ya no quedan ni
rastro. Que sí, que ya sé que yo hice eso mismo contigo en el
pasado, que no paré hasta alejarlos a todos y cada uno de ellos de ti, y ¿qué
esperabas? Estamos cortadas por la misma tijera. Lo gracioso es que
en esta guerra, la cuenta de los ganadores y perdedores la olvidamos
hace tiempo. Aquí las únicas que hemos salido perdiendo somos nosotras dos.
Para cuando
vuelvo en mí, el cigarro está casi acabado. Helena comienza a dar una
palmada, luego dos y prosigue hasta convertir sus palmadas en un coro
de aplausos. Una luz me ciega y de repente las paredes se vuelven
cortinas y éstas caen hasta el suelo y más abajo. La función ha
terminado, pero Helena sigue sonriendo frente a mí.
– Muy
bien. Por fin empezamos a hablar claro.