13 de diciembre de 2016

Varúð

M. se me doblegó el jueves pasado tachando de niñatos a aquellos que llevo conociendo desde hace un año. No quise responderle en términos fatídicos, aunque la situación así lo requiriera, ya que mi respuesta hubiese sido similar a esta:
- Mauro querido, no peques de ver la paja en el ojo ajeno cuando me estás diciendo esto mientras estás sentado en un banco a poca distancia de ellos, con una cerveza en una mano y en la otra un cigarro. Porque sí, puede que sean unos niñatos, pero la mayoría apenas rozan los veinticinco años. Y permíteme que te diga que prefiero eso a que hagan lo que haces tú, quedarte estático neandertal mientras ves la vida pasar. Porque justamente por ser jóvenes, hacen todas esas cosas:

Los he visto romper señales de tráfico y montarse en ellas para surfear las olas de las aceras.
Son capaces de crear performances al ver un pájaro muerto en plena Alameda,
Y corretear tras las chicas grillo en mano como haría cualquier niño de ocho años.
Hemos cogido taxis a menos de cinco calles de nuestras casas, porque la lluvia era demasiado alta.
Los he visto recrear procesiones con rebecas en la cabeza a modo de mantillo en plena calle Tetuán.
Han escalado árboles tan altos que han partido ramas al intentar darles un abrazo.
Y tirarse botes de pintura por el cuerpo únicamente para explicar la desesperanza de nuestro pueblo.
Capturan sombras de transeúntes a base de tiza de colores con algún que otro retoque.
Y sí, fuman y beben cual Hemingway sin haber pasado por una guerra porque pueden.

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